La alucinante historia de Juanito Tot y Verónica Flut

En su producción para el público infantil, Andrés Barba les va a recordar seguramente a Roald Dahl y puede que a Gianni Rodari, pero a quien en verdad se parece este autor, y esto es sin duda un orgullo, es a nuestro Antoniorrobles.
Digamos que Andrés domina la construcción de ese tipo de personajes de impacto cómico directo, entre lo tierno y lo desmesurado o surrealista, aunque descarta el puntillo de mala uva característico del subversivo Roald. Convengamos también en que maneja con maestría el arte de cocinar historias a fuego lento en el caldero de la imaginación, aunque sin sujetarse a una receta estricta, estructurada a partir de reglas gramático-fantásticas, como haría el didáctico Gianni.
De modo que en La alucinante historia de Juanito Tot y Verónica Flut flota constantemente ese polvillo mágico de la bonhomía dulce y disparatada, que solo puede haber llegado allí por acción de los dedotes del bienhechor de don Antonio.

Antoniorrobles, para muchos el mayor escritor de literatura infantil de la República española

A la construcción de este ambiente, deliberadamente bucólico, de absurdo a espuertas y bondad a raudales (muy característico de la literatura infantil española en la República y prolongado en la Posguerra por los escritores-dibujantes del Grupo de La Codorniz, tan niños ellos), vienen a contribuir en este libro las ilustraciones de Rafa Vivas, que podrían trasladarnos a su vez (al menos en cuestión de trazo y proporciones de figuras) a las de Tono, otro ilustre codornicero que además colaboró con el propio Antoniorrobles.

¿Qué más se le puede pedir a una historia donde una simpática y complementaria pareja de expertos en batir récords visita el mismísimo Quinto Pino, o el célebre lugar donde Manolo pegó las tres voces, o ese planeta paralelo que, adivinen por qué, se llama Papelerra? ¿No apetece viajar con ellos, cómodamente instalados en un avioncito de papel al mando de un tal Papeloto Pilopel? ¿Les suena gracioso este nombre? ¿Qué les parece entonces el del resignado ayudante del recordman mundial Klaus Wintermorgen, el señor don Calzas Bancar Andras Sarratapa Fandargangan, dotado, quién sabrá el motivo, de un portentoso sistema de autopropulsión aérea alimentado por ventosidades? Todo parece bastante insensato, afortunadamente. La vida, es cierto, es un pelín absurda a veces, pero al final todo empieza a encajar, todo adquiere un sentido. Por eso acaba también por ser lúcidamente divertida y absolutamente lógica la resolución de esta alucinante aventura.

Minimalario

Este libro de la colección Sieteleguas de Kalandraka reúne, como anuncia el amalgamado título, historias mínimas de animales escritas y dibujadas (o dibujadas y escritas) por Pinto & Chinto. Muchas historias sobre muchos animales (más de cien) contadas con muy pocas líneas (nunca más de media página) e ilustradas una por una.

Los animales son aquí de toda condición e índole, pero el tono de las historias es uniformemente cómico, casi siempre chistoso o disparatado (y en ocasiones, sensato y realista, pero sin perder nunca el ingenio). No abunda, en cambio, la ironía, ni se alcanzan las cotas de humor del absurdo del maestro Nesquens (aunque este, sin embargo, se quedara a las puertas de la centena a la hora de encerrar sus bichos literarios entre pastas). La mayoría de estos ciento once microrrelatos tiende a estar más cerca del golpe de efecto humorístico (con o sin fantasía hiperbólica) que de la sátira social, más propia de la fábula tradicional o revisiones como las de Bierce o Monterroso. Tiene sentido que así sea, no solamente por simple pero necesaria consideración hacia un destinatario infantil, sino porque en este bestiario minimalista los animales no suelen ser otra cosa que ellos mismos, no son trasunto humano (de modo que las águilas, por poner un ejemplo, consiguen ver las letras de un libro a cientos de metros de distancia, pero otra cosa ya es ponerse a descifrar aquello). Además, predomina el relato en tercera persona y solo en contadas ocasiones los personajes cobran voz y toman directamente la palabra, aunque por lo general se limitan a figurarse el pensamiento y decirse ciertas cosas importantes para sí.

La propuesta, en cualquier caso, es para recrearse una y otra vez, sin agotarse, y para que cada cual elija sus minimaladas favoritas. Como aperitivo, simplemente dejo la que encabeza el libro en su versión castellana, junto a otra escrita en la lengua hermana de la hermosa lengua original en que fueron ingeniadas:

camaleóntigre

Prohibido no leer Prohibido leer a Lewis Carroll

Prohibido no leer esta reseña que prohíbe no leer Prohibido leer a Lewis Carroll.
La prohibición, como recurso literario, no tiene rivales a la hora de atrapar y encandilar a jóvenes lectores. Las famosas etiquetas de CÓMEME y BÉBEME en la Alicia de Lewis Carroll funcionan exactamente igual a la inversa: NO ME COMAS, NO ME BEBAS, NO ME LEAS… Desde que el mundo y la literatura existen, esto no son más que invitaciones a la trasgresión como vía iniciática al conocimiento.
Diego Arboleda parte de su admiración por lo prohibido y por el absurdo (que no deja de ser una forma prohibida, trasgresora, de entender la lógica del mundo) para hilvanar, junto al ilustrador Raúl Sagospe, la mejor de las historias pergeñadas hasta el momento por este tándem creativo.
El libro que prohíbo no leer en la reseña que prohíbo no leer va sobre un libro que se prohíbe leer a un personaje inspirado en una persona que inspiró un personaje del libro que se prohíbe leer, persona que en el libro que prohíbo no leer se convierte a su vez personaje. Absurdo, ¿no? Vale, para los amantes del aburrido nonnonsense lo explicaremos así: Prohibido leer a Lewis Carroll (Premio Lazarillo 2012) va de una niña a quien le prohíben el amor, y esto sí que es un verdadero sinsentido, el mayor disparate. Amar desde la imaginación, que es una forma muy bonita de amar.
Los personajes del libro, por otro lado, superan al argumento: está su señor amorsado, pero de dientes romos; su señor hiperglotón, pero espigado trepaparedes; su señor portando un bebehuevo en su carrito…; y una entrañable institudesastridisimulatriz. Tienen todos su toque roaldahliano de exceso hiperbólico, salvo quienes no deben tenerlo: el doble personaje principal de Alice chica y Alice grande, y otro personaje, esta vez masculino, que en su tiempo fue también persona que inspiró un personaje (de nuevo, la lógica del absurdo).
Tan solo una pega le pongo al libro: al tándem Arboleda-Sagospe le encanta la acción (y en este caso, usando como personaje a una institudesastriz, la precipitación), pero se echa de menos algún que otro remanso de paz en una historia que, a mi entender, lo pide; no recuerdo, en este sentido, haber visto mucho en el libro al pretérito imperfecto («pues así de perfecto -me diréis- es nuestro estilo narrativo»), aunque tal vez los fue robando poco a poco un conejillo blanco en varias de sus (des)apariciones.
Si el punto de partida de este libro es el absurdo de prohibir el absurdo, el punto de llegada es lo fantástico de no prohibir la fantasía. Y lo mejor de todo es que la fantasía, hija de la imaginación, corretea igual de contenta en las páginas de un libro que en el reflejo de unos viejos ojos vivos. Y ahora me descuelgo de la lámpara y me voy a comer un huevo. Doble parpadeo y punto final.

Juan Felizario Contento

Decíamos ayer que la literatura educa al niño. Lo educa sobre todo en el sentido de que lo hace libre. La literatura parece ser que nace de la libertad y que conduce a ella por el vehículo inestable, traqueteante, de la felicidad. Resulta así que en estos mundos nuestros de oro enmerdado y capitalismo genocida queda pendiente una revolución limpia y dichosa del desapego, que bien pudiera protagonizar un niño alegre y despreocupado que se mueve (libre de innobles cargas, las manos inocentes en los bolsillos) como flotando por encima de los cementerios.

El niño Juan Felizario Contento (tal vez ayer mendigo de favela y hoy rey coronado de los negocios) es el protagonista de este álbum de la veterana escritora e ilustradora infantil brasileña Ángela Lago, que fue editado en 2003 por el Fondo de Cultura Económica en su espléndida selección de «Los especiales» de su no menos ilustre colección «A la orilla del viento».

Bajo un formato amplio y apaisado, un texto mínimo en forma de retahíla o acumulativo se queda aislado sobre el blanco de las páginas impares, acompañado tan solo por las figuras de los personajes suspensos en el vacío, sin fondo alguno. Mientras, los paisajes de la ciudad (en imágenes muy gruesas y compactas, esquemáticas, desfiguradas) invaden todas las páginas pares y las rellenan casi por completo. La ilustración aporta así un valor diegético que complementa al texto, o lo completa, con elementos siempre sutiles (obsérvense los pies del niño a lo largo de la historia; o sígase la peripecia de los otros personajes y de cada posesión intercambiada) y quizás algo enigmáticos para el lector infantil (¿qué hace Juan Felizario frente a una tumba?, ¿quién falleció?, ¿tendrá esto algo que ver con esos hombres inquietantes de bolsillos rebosantes de monedas?).Juan Felizario Contento

Según figura en otra fuente consultada, la obra fue publicada más tarde por otro editor como Suerte de Juan, el rey de los negocios. Pero el título vendría a ser lo de menos, puesto que lo que hace aquí la autora no es otra cosa que revisitar, para recrearlo en el contexto de una macrourbe brasileña, un cuento tradicional recuperado en su tiempo por cierta pareja de hermanos germanos, como nos hace ver la jugosa reseña de Mirta Gloria Fernández para la revista Imaginaria.

El Juan está de suerte de los Grimm adelantaba ya la historia del desprendimiento de toda carga material incómoda o inútil, que el sabio nunca dudará en cambiar por la felicidad inmensa del instante diminuto, ligero y libre, bello y volátil como pluma.

El Juan Felizario Contento de Ángela Lago es el viaje iniciático de un niño hacia la sabiduría a través del intercambio de cualquier cosa por otra que lo haga cada segundo más feliz, hasta lograr la dicha plena en la desposesión más absoluta: tan solo una manera necesaria, revolucionaria, de caminar descalzo por la vida.

El herbario de las hadas

Cae en mis manos este álbum ilustrado de Edelvives en gran formato y lo primero que me cuestiono es si es un libro para niños, o dicho de mejor manera, para todo tipo de niños. Escrito por Benjamin Lacombe y Sébastien Perez, e ilustrado también (y tan bien) por el primero, asistimos a la supuesta reproducción del supuesto diario de campo de los supuestos descubrimientos antropozoobotánicos del legendario Aleksandr Bogdanovitch, junto con las cartas (estas sí parecen asombrosamente fidedignas) que envió y recibió durante su misión inacabada en el bosque de Broceliande, en la Bretaña francesa. Toda esta historia, hecha de la materia de la que están hechos los sueños, es para restregarse los ojos al acabar de conocerla y admitir el gusto de los grandes imperios por intentar vestirse siempre, después de la dominación sangrienta en el terreno, con unas alas mágicas para la elevación ultraterrena. El imperio en cuestión, que suelta ya sus últimos coletazos, es la Rusia del zar Nicolás II; y el vuelo hacia la eternidad es empresa, como no podía ser de otro modo, del mítico Rasputín.

Rasputín, quien probablemente tenía menos de loco que de perverso embaucador, al frente del Gabinete de Ciencias Ocultas, quiere para mayor gloria imperial un elixir de la inmortalidad, y en él viene trabajando nuestro amigo Bogdanovitch. De la Selva Negra nada obtiene Aleksandr, por lo que acude al bosque de Broceliande, famoso por su riqueza botánica y sus leyendas igualmente jugosas. Y allí, a solas con las ánimas del bosque, comprenderá en sus sueños de vigilia «muchas cosas que escapan a los que sueñan de noche», según la cita de Poe que inicia este hermoso y desasosegante libro. Poco a poco, el lector acompaña al botánico ruso en su proceso de simbiosis con esa naturaleza mágica que pretende clasificar, hasta hallar la felicidad en lo que quienes esperan su regreso tan solo ven infierno y locura.

Pero habrá que hablar más del libro. La cubierta amplía en primer plano el detalle de una carita muy dulce, de rasgos sospechosamente eslavos («el clavel-reina me recordaba a mi hija», dice en un momento el trasunto de Bogdanovitch), que no anuncia por ninguna parte el delirio bello y terrorífico que esconden las páginas interiores. Tras las dos primeras especies, puramente botánicas, se pasará pronto a un espécimen que ya es mímesis zoológica (aunque más bien antropomórfica) de la planta en la que habita. Y a partir de ahí, el catálogo es tan fascinante como inquietante, con engendros de muy diversa y entretenida factura: unos más asustadizos, otros más cordiales y alguno que otro directamente agresivo. Como las personas, poco más o menos.

El final de la historia, donde intervendrán también la esposa y la hija de Bogdanovitch, junto con el testimonio de la vieja herborista del lugar, Léopoldine Nerguelec, nos lo cuentan los autores con un collage de recortes de periódicos. Pero yo no diré nada, para que a quien no se haya acercado a la obra le entren ganas de adentrarse hoy, bien despierto, en este antiguo e inconcluso sueño.